Al margen de todo lo relacionado con los escandalosos entretelones del caso Zapata-Camce, a uno de cuyos más recientes episodios se refiere nuestro editorial de hoy, el tema de las adjudicaciones directas de obras públicas ha sido motivo de atención en nuestra ciudad desde hace ya mucho tiempo. En efecto, como es fácil comprobar, es un asunto cuya real magnitud ya había sido advertida con mucha anticipación, pero que recién ahora recibe la atención que merece debido a los condimentos morbosos que rodean el caso más conocido pero no el único ni el peor.
Tanto es así que el principal hilo conductor de la agenda informativa local durante los últimos meses ha sido precisamente la secuela de daños y perjuicios ocasionados por las obras arbitrariamente adjudicadas, medidos en términos de sobreprecios, incumplimiento de plazos y pésima calidad de las obras ejecutadas.
El tema tiene por otra parte largos antecedentes en nuestro departamento, pues al caso Misicuni se suman muchos otros. Basta recordar al respecto la abundancia de noticias que sobre el tema se han publicado durante los últimos tiempos en relación a casos como el Hospital del Niño, los puentes y pasos a desnivel en diferentes puntos de la ciudad, el túnel de El Abra o el del instituto de Bellas Artes “Raúl G. Prada”.
Si a ello se suma la ligereza con que se aprueban y descartan multimillonarios proyectos, como el estadio El Batán o el Tren Metropolitano, resulta evidente que con o sin los ingredientes propios de vulgares culebrones, con o sin intereses proselitistas de por medio, el problema es de por sí digno de la mayor atención.