Una vez más, como es habitual a estas alturas del año, hace unos días se ha iniciado la “Inspección Técnica Vehicular”, una especie de rito de martirio anual al que son sometidos quienes son propietarios de un vehículo en nuestro país. Es, como ya está demostrado hasta el cansancio, una verdadera impostura, una especie de simulacro que se escenifica en nombre de la seguridad ciudadana.
Es tan evidente la falsedad que se esconde tras esta práctica, que ya nadie la toma en serio. Todo el mundo sabe que la tal inspección no sirve para ninguno de los propósitos con los que se pretende justificarla, pero incluso así, haciendo gala de una paciencia admirable, son decenas de miles las personas que, disciplinada y sumisamente, se someten a las exigencias del ritual. Y otras tantas las que resignadamente pagan multas o sobornos por negarse a hacerlo.
Probablemente por eso mismo, dando por supuesto que la capacidad de tolerancia de la gente no tiene límite, quienes tienen a su cargo la ejecución de la ficción lo hacen cada vez con menos cuidado por conservar por lo menos las apariencias. Tratan mal a quienes tratan de cumplir la norma y buscan sin disimulo pretextos para exaccionar, mientras en el mercado informal las rosetas son transadas sin reconocer más ley que la de la oferta y la demanda.
No es fácil explicar por qué se insiste en mantener vigente una práctica tan irracional, aunque los montos recaudados pueden dar alguna pista. Sin embargo, la paciencia de la ciudadanía está empezando a dar muestras de agotamiento. Bueno sería que empiece a considerarse seriamente la posibilidad de buscar una fórmula mejor para financiar las actividades policiales y para verificar el buen estado de los vehículos que circulan por los caminos de nuestro país.
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