Cuando de lucha contra las transnacionales y la privatización de servicios básicos se trata no hay voz que se precie de "progresista” en el mundo, que omita la mención a la "Guerra del Agua” como un hito emblemático y emancipador. 16 años después, evoco esos días y todo indica que los más pobres aún carecen de agua o pagan por cada turril más que el tarifazo impertinente que desencadenó la escalada de violencia de abril del año 2000 en Cochabamba.
El pueblo celebró la salida del consorcio Aguas del Tunari, la de su máximo ejecutivo inglés, curiosamente apellidado Thorpe, así como la coronación de Bolivia como abanderada de los movimientos antiglobalización.
Tres años antes, en 1997, una movilización cívica también contundente a favor de la materialización del Proyecto Múltiple Misicuni (PMM) que nos traería "agua” dio la victoria indiscutible a partidos alineados a esta promesa.
No dudo que el clima político electoral del momento contribuyó a mi elección como senadora de la República de Cochabamba por el MIR, partido que posibilitó, el año 1992, levantar el veto del Banco Mundial al PMM y viabilizar el primer financiamiento a esta megaobra, ícono de las aspiraciones del pueblo cochabambino y que el primer gobierno de Goni (1993) desahuciara desde un principio.
El gobierno presidido por Banzer (1997-2002) pagó un alto costo político al honrar la promesa de viabilizar, sí o sí, al PMM, cuya accidentada historia no nos da tregua hasta la fecha. En ese momento, el inconcluso túnel de trasvase y la incertidumbre desmotivó la presentación de empresas para lidiar con tan costoso y conflictivo emprendimiento. Y es que, por entonces, las reglas financieras neoliberales en auge condicionaban el financiamiento de servicios públicos a la prohibición de subsidios estatales y a su autosostenimiento con el aporte de los usuarios.
En enero de 2000, ante las primeras señales del conflicto y demandas de la Coordinadora del Agua, de nada sirvió la modificación de la ley de servicio de agua potable y del contrato con la polémica empresa, ni el pedido al Gobierno para que asumiera transitoriamente el costo inicial del indeseado tarifazo, al menos hasta recuperar la confianza en un consorcio satanizado de principio. La expulsión de la empresa era una consigna, era el trofeo a ostentar.
Hace unos días, un reportaje de Los Tiempos (10/4/16) daba cuenta que una familia del sur -de la ciudad- que se ducha una vez a la semana gasta un promedio de 40 metros cúbicos al mes. Ello equivaldría a 1.200 bolivianos o al 25% de sus ingresos totales destinados a la compra mensual de agua a la red de 130 cisternas, modalidad de distribución ya vigente antes del conflicto.
Nos enteramos que la empresa descentralizada del servicio de agua por cañería abastece al 61% de los hogares sin garantizar 24 horas de servicio. Desde siempre, en Cochabamba, la escasez crónica de agua alentó su almacenamiento privado y la creación de sistemas vecinales autogestionados y diseminados en toda la ciudad.
Para colmo, estos días el Gobierno central retiró el financiamiento a la posibilidad de renovar la vetusta red de agua potable y alcantarillado en el centro de la ciudad, imprescindible para distribuir el agua de Misicuni. 16 años después, Cochabamba no ganó la guerra, ganaron los aguateros, perforistas de pozos, burócratas, especuladores y nuestra incompetencia. Pese a 10 años de bonanza, de inversiones millonarias de dudosa prioridad y calidad técnica, y de subsidios permitidos eso de "agua para todos” es promesa incumplida.
Se equivocan los "guerreros del agua” en sentido de que "todo por lo que se luchó quedó en el olvido”. A juzgar por el reconocimiento constitucional del acceso al agua como derecho humano, la lucha no quedó en el olvido sino en peores condiciones. Naufragó en la demagogia y la incapacidad a las que nos condenan las frustraciones de las que no aprendemos, la lógica del todo o nada y los mitos a los que nos aferramos.
Erika Brockmann Quiroga es politóloga.
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