Entre el muy nutrido paquete de proyectos de ley, que durante los próximas semanas pasarán por las manos de los senadores y diputados de la Asamblea Legislativa Plurinacional, hay uno que ocupa un lugar muy especial en las preocupaciones de la ciudadanía: el relativo a la nueva Ley de Pensiones. Es natural que así sea, pues aunque todas las leyes que están en proceso de elaboración influirán mucho en el futuro de todos los bolivianos, ninguna tendrá consecuencias tan hondas, duraderas y directas como la que normará el sistema jubilatorio.
Quienes más motivos tienen para temer son quienes durante los últimos años hicieron sus ahorros previsionales a través de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Se trata de más de 1,2 millones de personas cuyo bienestar futuro está indisolublemente unido al destino que corran los más de 4 mil millones de dólares que se fueron acumulando desde 1996 cuando el sistema entró en vigencia.
La posibilidad de que tan considerable monto de dinero pase a ser administrado por funcionarios gubernamentales nombrados por el Presidente del Estado Plurinacional, que a la rentabilidad de ese dinero se le ponga un límite no mayor al tres por ciento anual y que una parte sustancial de las utilidades que así se obtengan –si se las obtuviere— pasen a engrosar un fondo de solidaridad con los menos favorecidos son, entre muchos otros, motivos más que suficientes para dar sólida base a los temores.
Es natural que así sea, pues dados los antecedentes del Estado como administrador de bienes colectivos no resulta infundada la sospecha de que habrá que dar por perdidos los dineros que se pongan en sus manos. La promesa gubernamental de que la futura administradora estatal de pensiones será un modelo de honradez no puede desgraciadamente ser tomada en serio por nadie que tenga una mínima idea de la realidad nacional, y eso es muy grave cuando lo que está en juego es nada menos que la calidad de los últimos años de vida de más de un millón de personas y sus respectivas familias.
Además de tales razones prácticas, que no son pequeñas, abundan también las de carácter ético, pues es en esa dimensión que debe ser calificado un acto que no es nada más que una confiscación masiva del patrimonio individual de las personas. Apropiarse de los bienes ajenos es simple y llanamente un robo y eso es precisamente lo que se proponen hacer quienes circunstancialmente gobiernan nuestro país.
Pero aún en el hipotético caso de que los funcionarios gubernamentales que se hagan cargo de los más de 4 mil millones que se proponen confiscar sean de una honradez acrisolada, será muy remota la posibilidad de que ese dinero termine beneficiando a sus legítimos propietarios. Es que como ya ocurre actualmente, el principal destino de los ahorros depositados en los fondos de pensiones son las arcas fiscales, a donde van a parar a través de Bonos del Tesoro General de la Nación (TGN) para financiar el dispendioso gasto público. Y si eso fue así durante los 14 años de administración privada, no es difícil suponer que no será mejor cuando el Estado sea juez y parte, deudor y acreedor simultáneamente y no haya quién defienda los intereses particulares frente a los estatales.
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