Me han creído griego, albano, turco, uzbeko, turcomano, mongol, mexicano, apache, pero jamás me habían tildado de “gringo”. Resulta extraño que sea en mi país -donde nací y donde mi familia europea, por decirla así, tiene más de trescientos años, sumados a otros cientos o miles que carga mi sangre indígena- donde me acusen (tres veces, y como pecado) el serlo.
No veo que veinte años en los Estados Unidos hayan cambiado algo de mi contextura física. Tal vez trabajar de noche emblanqueció en algo mi piel, pero no tanto como para sustentar que de pronto me hice anglosajón, o escandinavo, eslavo, catalán. Me pregunto y fácil resulta, encontrar la respuesta. El origen del epíteto que me endilgó primero un taxista al que casi le rompo el parietal por ser tremendo hijo de puta sin considerar su evidente condición originaria, radica en la prédica fundamentalista y racista de Evo Morales y sus huestes famélicas de odio y delincuencia. Resulta que hoy, por haber perdido algunos de los “síntomas” elementales que me harían indio, ya no tengo derechos ni pisada en esta tierra donde mis antepasados murieron por una independencia que con todos sus malos resabios debió implicar un progreso. De pronto Evo Morales y su ascendencia, porque descendencia no sale de célibes, tienen mayor derecho que yo, y que mis padres que se atormentaron con cincuenta años de trabajo para tener lo justo, no como el presidente y su abultada fortuna, a habitar lo que fuera Bolivia. No lo acepto, y llegado el caso defendería la validez de mi origen, igual al de cualquiera.
Avanzar leyes sociales, cimentar con justicia los errores del pasado, eliminar el racismo atávico debieron ser prioridades. No se hizo, y es culpa de todos los que ejercieron situaciones de poder, desde derecha, izquierda o centro. Sucede que este es lugar tan corrupto que a nadie le interesó mejorarlo. El Gobierno plurinacional sigue la misma línea, manteniendo al pueblo en el estado de pobreza de antes, aleccionando el narcotráfico como sistema de progreso en sectores que le son afines, y llenándose los bolsillos como ni los fascistas lo hicieran. No hay estamento de poder hoy en Bolivia que no esté marcado por irregularidades y delitos. Que se hagan, a modo de congraciarse, esta vez sí, con los gringos, parodias de transparencia no soluciona nada. Poner payasos de una u otra índole en la policía, con minúscula, tampoco. Nina, Farfán, Santiesteban son nombres comunes de un lugar común. Y Sanabria, que parece ha decidido cantar un huayño, finalmente tal vez sea el que mejor parado salga de esto, entregando a los instigadores de su negocio.
El problema racial es el mayor en Bolivia. Hemos vivido de espaldas a nuestra diversidad, porque así convenía a los oligarcas, políticos y otros. Aquello ojalá haya terminado, pero que no se dé lugar al error inverso que devendrá en lo mismo. Si se elige la opción de Mugabe a la de Mandela, de Zimbabwe y no de Sudáfrica, estaremos condenándonos a un baño de sangre que nos tirará al foso de la historia. Ni siquiera será Bosnia, sino Ruanda, Sudán, Costa de Marfil, Sierra Leona, aunque a veces, en las noches de insomnio, sin solución concreta, me pongo malévolamente a pensar que quizá un millón de muertos tendría el hálito de una resurrección.
Mientras tanto, camino con mis pasos “gringos” por una Bolivia en la que siempre he de vivir, no como Morales, que dado el caso, huirá rico a refugiarse en tierra ajena, olvidando con facilidad que alguna vez fue pobre, que alguna vez fue indio. Entonces el gringo será él. Y orgulloso de serlo, además.
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