La reciente realización de la II Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático en Tiquipaya, tal como ocurrió hace cinco años, ha puesto a nuestro país en el centro de la atención de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, instituciones y personas que en todo el mundo se preparan para llevar sus respectivas posiciones a la 21 Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2015 (COP21).
Además de la iniciativa gubernamental de convocar a las dos conferencias de Tiquipaya, son muchos los factores que confluyen para hacer de nuestro país un escenario principal de una confrontación de visiones que con matices muy similares se produce en todo el mundo y separa a quienes dan prioridad a la preservación de la naturaleza por sobre el crecimiento económico y quienes optan por lo opuesto.
En Bolivia, se expresa nítidamente ese conflicto de visiones, pues en el transcurso de pocos años se pasó de abanderar desde un extremo la causa ambiental, a ocupar un lugar también destacado en la causa opuesta.
No es casual que eso ocurra, pues Bolivia es uno de los pocos países que aparece simultáneamente en un lugar destacado entre los que más directamente sufrirán durante las próximas décadas los efectos del cambio climático, por una parte, y en la lista de los que más están contribuyendo a la aceleración y al agravamiento del proceso de destrucción del ambiente planetario. Es pues, uno de los países que más motivos tiene para involucrarse en los debates.
Si bien ese conflicto de visiones no es original ni exclusivo de nuestro país, somos el escenario donde presenta con mucha intensidad, a través de intensas polémicas entre quienes se alinean tras una u otra posición. Es el caso de “Pachamamistas” y “Desarrollistas”, que son los rótulos con que se han identificado a sí mismos quienes pese a provenir de un tronco común se van distanciando por el diferente lugar que asignan en su escala de valores, en sus visiones del presente y del futuro, a la preservación de la salud ambiental o a la satisfacción de las necesidades que conlleva el crecimiento económico.
Aparentemente, de lo que en el fondo se trata es de optar entre el pragmatismo económico y la prudencia ecológica, como si de asuntos incompatibles entre sí se tratara. Sin embargo, basta ver los abundantes datos que a diario ofrece la realidad para comprender que ambos términos no son incompatibles, sino que están indisolublemente ligados entre sí. Así lo confirman, por ejemplo, estudios que prevén que durante los próximos años, el Producto Interno Bruto de nuestro país podría caer hasta en un 8 por ciento, debido a los previsibles efectos de inundaciones, sequías, vientos huracanados, erosión de los suelos, entre otros efectos negativos directamente atribuibles a la deforestación.
Con esos antecedentes, no es conveniente que los urgentes debates sobre el tema se polaricen alrededor de posiciones extremas. Una serena reflexión, con la mente amplia y alejada de los dogmatismos, es lo más adecuado si en verdad se quiere buscar las imprescindibles fórmulas de equilibrio.
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