Como ocurre en varios municipios del país, la debilidad de la clase política y la falta de gobernabilidad pasaron una lamentable factura a los sucrenses este viernes. El panorama de la capital del Estado Plurinacional era patético, con rostros de niños cubiertos por chalinas para contrarrestar los gases lacrimógenos a la salida de las escuelas y la vuelta de los barbijos, en penoso recuerdo de los días de La Calancha (noviembre del 2007).
Es la cara grosera del caos. De nuevo la convulsión, la resistencia ante el orden establecido. El enfrentamiento entre policías y universitarios decididos a hacer respetar el voto mayoritario de los sucrenses a favor de Jaime Barrón.
En los días precedentes, los choques habían tenido de protagonistas a ciudadanos civiles: grupos organizados, uno para defender la continuidad del alcalde y, el otro, para exigir su salida, debido a la existencia de una acusación formal en su contra. La historia de siempre: opositores al MAS versus seguidores del partido de gobierno. El 4 de abril, Barrón fue elegido con 22.000 votos de diferencia sobre la candidata del MAS, Ana María Quinteros.
Pero, esa decisión del pueblo sólo se mantuvo por 19 días. Una interpretación de la Ley de Municipalidades, pasando por encima de la Constitución Política del Estado, determinó que la simple acusación formal por la justicia boliviana sea motivo suficiente de la suspensión del alcalde.
La pulseta de semanas entre oficialistas y opositores dentro del Concejo Municipal, una institución acostumbrada a la falta de acuerdos, nunca fue zanjada y derivó en un perjuicio económico y social debido a la interrupción total de actividades en el centro de la ciudad, tanto en las instituciones públicas y privadas como en los establecimientos educativos.
Pero, más allá de eso, la democracia, la institucionalidad y la política, en general, salen muy malparadas de los hechos acaecidos ayer. A nadie debe agradar que sus autoridades ediles, elegidas también mediante el voto, tomen testeras, se insulten y amenacen con golpearse.
La primera responsabilidad de los políticos tiene que ser mantener la paz y la tranquilidad social. Ningún apetito, partidario ni personal, puede sobreponerse a esa regla básica de convivencia ciudadana. Por otro lado, la justicia no debería entrar en contradicción con el voto del pueblo; la confianza en la democracia está en riesgo.
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