Un sexagenario que entre pecho y espalda se había echado unas copas de más, podría purgar una condena de entre 5 y 10 años de prisión por haber golpeado una de las ventanillas del vehículo en el que se desplazaba el Presidente del ‘Estado Plurinacional’ durante las siempre bien sonadas y concurridas festividades de la Virgen de Urkupiña en la localidad cochabambina de Quillacollo. De nada le sirvió al individuo, una vez disipados los efectos alcohólicos bajo los que cometió la falta, haberse presentado ante los organismos policiales y disculpado por el ataque contra S.E. En el acto, una fiscal dispuso su aprehensión y lo imputó por el delito de atentado contra la seguridad del primer mandatario. Para males mayores del atribulado ciudadano y la angustia de los suyos, fue enviado a la cárcel de San Sebastián en Cochabamba por problemas de hacinamiento en el penal del sitio donde tuvo lugar el incidente. Cuando menos no cargaron con él hasta la prisión de San Pedro en la sede de Gobierno, convertida en ‘campo de concentración’ de los desafectos del régimen masista.
Desde el retorno a la democracia en Bolivia hace más de una veintena de años, no se recuerda a un Presidente tan afectado con problemas que tienen que ver con su seguridad ni tan expuesto como Evo Morales Ayma, que desde que se instaló en Palacio Quemado y a diferencia de sus antecesores mantiene una agenda que lo lleva casi todos los días de la semana de un lugar a otro del territorio nacional para asistir a actos públicos y concentraciones multitudinarias. Eso, cuando el jefe de Estado no está de viaje por el exterior en un costoso e inacabable ejercicio de idas y venidas que no se observa entre otros de sus colegas del continente. Simplemente, es admirable la capacidad de aguante del mandatario boliviano para estar buena parte de su tiempo subido en aviones, helicópteros o vagonetas que lo transportan de un lado a otro importando sus constantes desplazamientos aspectos vinculados a su seguridad que, obviamente, no es la que corresponde a los ciudadanos de a pie que, como muchos millones de bolivianos parecen vivir hoy en día en el de-samparo con la entronización de la delincuencia en todas sus formas y matices.
Como en cualquier parte del globo terráqueo, la seguridad presidencial es cosa seria, pero mucho más en tratándose de don Evo, que no se queda quieto un minuto en el mismo sitio. Tan serio y peliagudo es el asunto que compete a la preservación de su integridad física que fuerzas extranjeras, como las venezolanas, tienen a su cargo el transporte y las garantías para que el Presidente boliviano vaya y venga sin sobresaltos.
El tema se ha vuelto mucho más sensible desde el burdo montaje de sainetes como aquél del ‘magnicidio’ atribuido hace algún tiempo a un par de jovencitos que con una carabina reconstruida para cazar torcazas en las afueras de Santa Cruz de la Sierra, dizque tenían puesto a Evo en la mira a más de mil metros de distancia desde el lugar donde tenía que perpetrarse el supuesto ataque.
Abriéndose paso entre su cada vez más nutrido y riguroso (¿e ineficiente?) dispositivo de seguridad, un ebrio ya entrado en años ha estrellado su furioso e irracional descontrol contra la ventanilla del vehículo presidencial y ha aportado materia para nuevas consideraciones sobre el recurrente asunto.
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