A lo largo de siete años, los Kirchner pronunciaron cientos de discursos incendiarios atacando a diestro y siniestro a partidos, instituciones, sectores o personas que ellos consideraban sus rivales. Siempre en tono belicoso. Crisparon al país fomentando antagonismos. Ahora que hay un muerto, se preguntan quién es el autor intelectual de la violencia. ¿Es necesario pronunciar los nombres de dichos autores?
La forma en que los Kirchner han practicado la política -un duelo, una batalla siempre absoluta- sólo lleva a estas encrucijadas. Quien siembra vientos, dice la Biblia?
Primero, los enemigos de los Kirchner fueron los productores agrarios, luego, en general, todos los hombres del campo, tanto estancieros como peones; después, las clases medias urbanas, que desde hace tiempo no los votan; después, la oposición en general; después, los editores y periodistas; más tarde, los jueces? Así, el kirchnerismo quedó reducido a lo que es hoy: un partido de Estado. Un esqueleto de funcionarios, regado con los recursos del presupuesto, pero cuyo vínculo con la sociedad es cada vez más tenue.
El Gobierno ha diluido al Parlamento hasta hacerlo prácticamente inexistente. Negando el quórum y mediante otras chicanas reglamentarias en las cuales son maestros algunos legisladores del kirchnerismo, la vida política argentina parece haberse olvidado del Congreso.
Fue un diseño deliberado: la política para los Kirchner existe en los discursos de la Presidenta, a razón de uno o dos por día, y en la reiteración incesante de esta jerga, a través de múltiples reprogramaciones.
Y la política, para el Gobierno, se hace en la calle. Para conservar la calle, el Gobierno confiaba en la CGT. Pero la calle es peligrosa.
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